El poeta, traductor y crítico literario Manuel Martínez-Forega ha publicado en su página de Facebook una extensa reseña sobre Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones, el nuevo libro de Ángel Guinda. Se puede leer accediendo a este enlace o a continuación:
UNA VIDA TRANQUILA (noticia sobre Ángel Guinda)
«Si no escribes como vives, vive al menos lo que escribes».
El Ángel más fieramente humano está aquí; ha regresado. Diré que su ser poético nunca ha dejado de serlo (humano), pero ese axioma de su viejo Breviario reúne uno y otro: al poeta y al hombre, al ser poético y al ser humano (un ser en acción, desposeído de su simple enunciado sintagmático) que nunca renunciaron a su natural interdependencia y que ha sido siempre la gran verdad de su obra literaria. He escrito reiteradamente sobre la honestidad poética de Ángel Guinda, y si la dicción clásica ha postulado con vehemencia que la profunda belleza de la poesía reside en la verdad, Ángel Guinda es, entonces, uno de los poetas más hermosos y posee una de las obras poéticas más bellas que yo he leído. Poesía y verdad vibran en Los deslumbramientos con la intensidad del estallido de una supernova, con la perentoriedad exclamativa del Ángel más ascético y que, de nuevo, se ha arrojado dentro de sí mismo. Existen, por supuesto, interantecedentes de este nítido romanticismo, el más puro de la poesía española de los últimos cuarenta años que en Claustro (1991) había alcanzado cotas ya indelebles. Las galeradas de Biografía de la muerte llevan fecha de 2000 (el libro aparecería en Huerga y Fierro en 2001); las de Espectral, son de 2010 (aparecido en Olifante en 2011); en este intervalo de veinte años, si exceptuamos Toda la luz del mundo (2005) y Materia del amor (2013), de nítida vocación cupídea; si dejamos a un lado también La voz de la mirada (2000) y Catedral de la noche (2015), títulos ambos adheridos a ese precioso hegelianismo panteísta de sincero diálogo, de tú a tú, con la Naturaleza, la muerte transita por el resto de la obra guindesca con la misma naturalidad que la vida, como debe ser.
Es en Biografía de la muerte donde se incluye el ya célebre y proverbial poema atributivo «Morir» que hiela el alma, pero quema hasta convertir cualquier esperanza de eternidad (Tolstói se creyó inmortal) en definitiva ceniza. Hay en esa Biografía poemas con título y significado muy ilustrativos: «Esquela», «Briznas», «La máquina», «El canto del adiós», «Lo que ya no vendrá»… En Espectral, es el Otro el que se le aparece, el que le susurra; ese Otro bien conocido que son él mismo a veces; u Otra otras presentados a través de un tránsito místico que se cumple siempre desde su ortodoxia semántica como un estado, un proceso sugerido y concluido por medio del sentimiento y de la intuición, valores que, junto a la espontaneidad, el instinto y el uso de un lenguaje natural han hecho de la poesía de Guinda un complejo conjunto de inspiración formal becqueriana con Bécquer y sin Bécquer. Desde ese examen laico-filosófico, hay un poema ejemplarmente místico a mi juicio: «Entrevista a mí mismo». Incluido en Poemas para los demás (2009), se trata de una composición henchida de sentimiento, abarrotada de intuiciones resueltas desde la atalaya de su edad con una carga moral modélica. Al buen lector de Ángel Guinda no le será, pues, difícil encontrar lúcidas propuestas precedentes que iluminan y vierten ahora en Los deslumbramientos como resultado de esas dos destilaciones de 2000 y de 2010. Convendría, quizá, incorporar a estas fuentes directísimas en las que beben el corpus de (Rigor vitae) (2013), ya que, junto a la fecunda espiritualización de la Naturaleza, encontramos también una generosa entrega a la vida y a la muerte.
Pero lo que de novedoso aportan Los deslumbramientos es la evidencia de una pérdida de energía corporal trasladada a la metáfora, a la imagen que les es dado a las palabras construir («El caracol», «El viaje fértil»). En otras ocasiones la pérdida es transcrita de manera inequívoca, sin mediaciones preceptivas («El viejo», «Mi cuarto»). Esta variable es relativamente nueva en Guinda por cuanto constituye una actitud pura y etimológicamente ascética (asketés = ‘el que hace ejercicio’); no se trata de aquel lejano «Me he fumado la vida / como el tiempo se me ha fumado a mí» (Conocimiento del medio, 1996), en que la fragilidad del cuerpo era una transición que incluía también el dictado estético. Ahora ya no será así: ahora, el poeta manifestará su predilección por la renuncia de lo mundano y por la disciplina que le exige el cuerpo; por eso no es extraña la cita de Fray Luis, máximo exponente del ascetismo europeo, en tanto esa elección y consecuente conducta de extrema austeridad mundana tiene como finalidad ser (o existir) en sí mismo: un beatus ille profundamente interior. Vivir quiero conmigo... es la cita de Fray Luis que encabeza el poema «Muy dentro» (último de Los deslumbramientos), verso perteneciente a la estrofa 8 de la Oda 1 bien conocida como «Vida retirada» y que, casualmente, enlaza sin dudarlo con «Una vida tranquila», poema inscrito en Biografía de la muerte con el mismo tema horaciano de por medio. Aquella deseada «vida tranquila» del 2000 nada tiene que ver, sin embargo, con esta otra del 2020. Era aquélla fruto de un hartazgo del mundo, de su hastío rutinario; es ésta, en cambio, resultado de una necesidad, de una llamada interior en la que la espiritualidad (espiritualidad hegeliana) tiene mucho que ver. Es, en fin, el deseo de entrar del afuera al dentro, siendo que, por el contrario, toda obra estética (también la de Ángel Guinda) parte de fundamentos opuestos; es decir, de un movimiento interior que se precipita al exterior, que necesita, más bien, precipitarse al exterior; se trata, en definitiva, de ese «impacto enérgico» con el fuera —como lo llamaba Ortega y Gasset —que hace brotar la clara voz del dentro como programa de la obra creativa. Ángel Guinda, empero, se ha retraído, ha obrado al revés: ya no habla con las piedras, ni escucha el silencio porque las cosas ya no lo miran, ni las ve. Ha salido de todo, pero ya no pisa la tierra. Ahora mismo lo lleva todo muy dentro quizá porque otra de las singularidades que Los deslumbramientos enseñan es un pesimismo pasivo, no activo a la manera de Schopenhauer («la vida es un péndulo que oscila entre el tedio y el sufrimiento»), sino —insisto— pasivo, a la manera de Guinda, un pesimismo en cierto modo estoico, naturalista, de mirada, pensamiento y sentimiento serenos, senequistas, diríamos: «Los abandonados», «La nieve», «En esta casa», «El viejo»…, cuyas familias semánticas sesgan un sentido escatológico: «mustio sol»; «la mirada perdida», su presente «un nubarrón», su futuro «una gota casi seca», [espera] «la llegada del adiós» ante un paisaje en el que, «como un sudario, la nieve lo cubre todo» mientras «un cementerio vivo llama en [su] cabeza». No, no es un pesimismo a lo Schopenhauer o a lo Stirner («el saber que asume su propia muerte es la libertad que da vida»), sino un pesimismo categórico que, en un poema desesperanzado («Espejismo»), niega incluso, y concluyentemente, la utopía, sanción inédita en quien exigía su búsqueda como conducta y así lo había dejado escrito no hace mucho en su Libro de huellas (2014): Quien no persigue alguna quimera no alcanza ninguna realidad. No obstante, el afán didáctico como anclaje morfológico y nuclear de su obra, sigue presente aquí: «Con la luz, con el aire», «Identidad», «Los viajes», «No digas», son poemas en los que la admonición pedagógica adquiere forma como resultado de una experiencia ante el todo vital, el todo estético y el «todo mortal» que ha de trasladarse a los poetas futuros.
La obra aforística de Ángel Guinda es indisoluble de su obra poética. Ya en el prólogo a Breviario (1992) Túa Blesa lo señaló con acertado criterio: «Breviario y la poesía de Guinda son claramente los rastros de un mismo discurrir, diferentes sombras de una única figura.» Y así sigue siendo. Aunque desgajadas de su obra lírica, ninguna de las entregas aforísticas de Ángel Guinda, intencionadamente marginadas, conseguía emanciparse de aquélla. No son pocos los versos (o sintagmas como consignas del pensamiento) de Claustro (1991) incluidos en Breviario; así ocurre también con algunos textos del magnífico Crepúscielo esplendor (1983), título que acogía, a su vez, enunciados de unos «Afolirismos» y unos «Tensamientos» de redacción doméstica y circulación privada; pueden rastrearse igualmente las formas apotegmáticas de Huellas (1998) —y su ampliación y corrección como Libro de huellas (2014)— en los aspectos moral, filosófico o estético ya presentes, por ejemplo, en Después de todo (1994), en Conocimiento del medio (1996) o, más tarde, en La llegada del mal tiempo (1998). En todo caso, el proverbio con intención didáctica o puramente reflexiva en las esferas que a Ángel Guinda le eran carísimas (fundamentalmente, la estética, la moral y la conducta frente a la vida) permanecen salpicando aquí y allá, de una forma u otra, todos —me atrevo a decir— los títulos de su producción poética.
Las recapitulaciones resisten igualmente ese análisis porque su siamés deslumbramientos coexiste, claro, imperativamente con él: «¡Escribe como una sacudida!», «¡No leas humo!», «¡Aunque sea sobre agua escribe fuego!» son tres versos del poema portical «Con la luz, con el aire» que, en su conjunto, encierra una irrenunciable y auténtica poética personal a la vez que una consigna estética para los demás (esta ambivalencia es igualmente aceptable como mediación para identificar ese tú como un pronominal retórico). He citado más arriba unos cuantos poemas de Los deslumbramientos que manifiestan esta vocación didáctica en seguida patente e inequívoca en Las recapitulaciones a través del uso sistemático del imperativo: «Pregúntate», «Piensa», «Rememora», «Tápate los ojos», etc. Los tres únicos textos que no lo emplean muestran, sin embargo, la misma movilización aforística: «Mejor que de pie, sentado; mejor que sentado, largo; mejor que largo, muerto»; «Lo que llega llega para pasar»; «Todo arrebato es éxtasis»: dos Ángeles que unidos por el pecho comparten un mismo corazón.
En 1984, e incluido en Breviario, Ángel Guinda escribió: «Dije: Escribir como se vive. Muerto, ya sólo puedo vivir como he escrito». Treinta y seis años después; esto es, justo cuando cumple el doble de esos años, redacta con rigurosa humanidad este severo verso naturalista: «El muerto que llevo vivo pronto saldrá de mí.» Lo hace inmediatamente antes de «ver voces por el suelo» que «son recapitulaciones» y de su categórica afirmación «¡Soy ocaso!»; y después de haberse mirado en un «espejo embrujado» donde quien se refleja no es él, sino una «amada» «¡blanca y azul como una isla griega!», exuberante y bella metonimia de la ausencia, epíteto profundo de la Nada.
Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones nos trae en sus páginas, por fin, al más humano de los Ángeles; aquel que sabe que las palabras no se extinguen como la vida, que las palabras sobreviven a la muerte como testimonio irrefutable de una conducta entregada a la consecución de la belleza y a la humanización de la existencia. Es un libro abarrotado de latidos cuya gramática traduce la ausencia, los silencios, lo invisible, lo intangible, lo etéreo, lo inmaterial, lo inmanente…; su única página en blanco está dedicada a «La sencillez» como antídoto contra el veneno letal de la avaricia y la soberbia que asfixia toda digna aspiración a la templanza con la que el poeta se asoma al gran ventanal de la realidad (manifiestamente otra) para, con fundado naturalismo, indagar en su interior y separarse de los objetos, de los sujetos que la magia del mito personal hizo en otro tiempo seductores. Ángel Guinda regresa a su centro, se evade de toda excentricidad que no esté al alcance de su mano.
Advierte el gorrión el eco de las campanas: tomará su desayuno en la terraza del «Sombrerete», donde jamás se verá sorprendido por el filo súbito de la muerte.
M. Martínez-Forega
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