Carlos Alcorta publica, en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés el 17 de julio de 2020, una reseña sobre Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones, el nuevo libro de Ángel Guinda. Se puede leer accediendo a este enlace o a continuación:
ÁNGEL GUINDA. LOS DESLUMBRAMIENTOS. RECAPITULACIONES. EDICIONES OLIFANTE
La ya extensa trayectoria poética de Ángel Guinda (Zaragoza, 1948) comenzó en la década de los setenta y, prácticamente, desde sus inicios, el paso del tiempo, un gusto especial por lo sentencioso y el mensaje crítico han determinado su obra. Publicado en Zaragoza, su primer libro, “Vida ávida” (1980), recoge la producción escrita hasta ese momento. Posteriormente, publicará “Claustro. Poesía 1970-1990” (1991). A partir de este libro y coincidiendo casi milimétricamente con el cambio de residencia (a finales de los ochenta establece su residencia en Madrid) su poesía, sin abandonar sus temas esenciales, se vuelve más “comunicativa”, más sujeta a los acontecimientos cotidianos y, por ende, aumenta en sus versos el carácter crítico, la denuncia social —sustentada en muchas ocasiones en un detalle mínimo, casi anecdótico—, el anticonformismo, expresado todo ello con una dicción clara e irónica, no exenta de proclamas existenciales. Se suceden los títulos, entre otros “Después de todo” (1994), “Conocimiento del medio” (1996), “Biografía de la muerte” (2001), “Claro interior” (2007), “(Rigor vitae)” (2013) o “Catedral de la noche” (2015), publicados en distintas editoriales, aunque Ángel Guinda ha gozado siempre del favor de la veterana —de la mano de Trinidad Rodríguez Marcellán, acaba de cumplir cuarenta años—y exquisita editorial Olifante, editorial que publica ahora “Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones”, en una esmerada edición.
La primera parte del título nos lleva a pensar en la inagotable capacidad del ser humano pero, sobre todo, del artista, del poeta, de estar siempre a la espera, de aguardar el momento en el que algo, un hecho, una idea, un sentimiento, le sorprenda, le deslumbre y de ese deslumbramiento nazca el poema: «¡Escribe como una sacudida! […] ¡Aunque sea sobre el agua escribe fuego!», dice en el primer poema del libro en una reconocible alusión al epitafio del Keats. Las alusiones al proceso creador se alternan en estos poemas con las meditaciones sobre el paso del tiempo, sobre el virgiliano “fugit irreparabile tempus”. La difícil conciliación entre el sentimiento de pérdida y de fugacidad con la necesidad de dejar huella en la escritura—«¿La oscuridad me guía?», se pregunta en «La oscuridad»—, como ocurre en nuestro barroco, da lugar a una simbología no siempre de carácter universal que sorprende por su vena imaginativa, próxima en ocasiones a la greguería ramoniana: «(Cuando la luna se va como un borrón /el sol se esparce como un huevo roto)», aunque dicha oscuridad, como saben bien los físicos, puede ser provocada por el exceso de luz, un exceso que el poeta transforma en estos sugerentes versos: «llevo el sol en los ojos. / ¡Todo borroso como un anís con hielo».
La vinculación entre el ser y la nada, entre lo sustancial y lo insustancial, entre lo presente y lo ausente da lugar a reflexiones no por consabidas (la filosofía y la poesía se ha ocupado de ello de infinitas maneras) menos dramáticas: «Nos creemos colosos. / ¡Somos insignificantes! / Tenemos esta vida en alquiler». Más adelante, ese conflicto identitario se manifiesta en una necesaria búsqueda dentro de sí mismo: «¡Me he arrojado dentro de mí mismo!», escribe de forma imprecativa, casi como un reproche, y mucho más adelante, se deja notar la lectura de san Juan de la Cruz en versos como este: «De tanto estar en mí ya estoy en todo». En esa indagación fluctúan la confesión (el poema titulado «La familia» acaso sea el más paradigmático en este sentido) y el sentimiento de culpa: «¿Ese escuadrón de aguijones / será el remordimiento». «¡Si pudiéramos volver a comenzar!», exclama el poeta y «corregir los actos decisivos de nuestra vida». Un empeño inútil que, aunque seamos conscientes de su imposibilidad, nos asalta con frecuencia, sobre todo cuando los errores vitales nos asfixian. Tal es el desencanto del autor que descree hasta del amor, fuente de vida y de esperanza en la tradición lírica universal. Con ecos que proviene de la correspondencia, más que de los poemas de Pedro Salinas, Guinda escribe «Canción», una contundente censura del enamoramiento, una apología del desengaño: «El amor es invención. / Se inventa siempre lo amado / y lo amado nos inventa. / Solo el dolor, en amor, / no es invención».
En la segunda parte del volumen, “Recapitulaciones”, la prosodia se decanta hacia el poema versicular, aunque el tema de la muerte aparezca como referencia inexcusable en distintos fragmentos: «Pregúntate qué eras antes de lo que eres, a dónde irás después de estar aquí», «El muerto que llevo vivo pronto saldrá de mí» o «Los muertos no hablan con los muertos. / ¡Los muertos hablan a los vivos!, en los que apreciamos esa veta aforística que con tanta fortuna se incardina en los versos de Ángel Guinda. El libro finaliza con una dolorosa constatación: ¡Fui amanecer. Soy ocaso!» y con una apelación a la belleza como salvación personal de origen romántico que enmienda de algún modo la sabia desesperanza que nos embarga tras la lectura de estos, por otra parte, serenos y meditados versos.
*Reseña publicada en el suplemento Sotileza de El Diario Montañés, el 17/07/2020
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